por Alfredo Gil Rico *
Ahora que soy un hombre de la tercera edad, que ha vivido con apasionamiento y diligencia su profesión, puedo darme el lujo de pontificar sobre algunos temas que forman parte de mi memoria y que hoy he querido compartir con ustedes. Puedo iniciar afirmando que los ideales de la juventud no siempre son las realizaciones de la madurez. Lo digo porque cuando ingresé a la Universidad Santo Tomás, como estudiante de pregrado, mi sueño era graduarme para entonces ser filósofo. Por supuesto que por aquella época aún no tenía claro que era eso de ser filósofo. Con el desarrollo de las clases, poco a poco, fui comprendiendo la esencia de mi sueño, y cada día que se aproximaba el grado, más me aterraba la ignorancia que me separaba de las miríadas de conocimiento de los verdaderos representantes del amor a la sabiduría .
Al terminar mi pregrado descubrí que el núcleo de la sociedad de maneras directas e indirectas me inquía sobre el quehacer de mi vida profesional. Algo así como resultados son los resultados de todo aquello que usted ha estudiado, como para qué es qué sirve eso; entonces me percaté de que seguramente mi perfil profesional sería el de profesor, hecho que no había presupuestado el enamorado del conocimiento. Siendo así, durante la década de los ochenta conseguí trabajo en algunos colegios en los que la pobreza era la nota predominante.
En cada uno de ellos aprendí que la vida de una gran cantidad de personas se vive de la peor manera posible; en las caritas sucias y los vestidos rotos de mis estudiantes constaté el olvido del Estado por los sectores populares. En el esfuerzo y el empuje de algunos de ellos admiré el verdadero valor de la supervivencia. Fueron días llenos de sacrificio y de dolor, en los que compartí mi vida de docente con la gente de mi pueblo. Creo que fue un excelente cimiento, un gran inicio de mi vida profesional. Lo que aprendí en aquellos sucios salones de clase nunca lo pude olvidar y siempre me ha servido para entender que desde nuestras diferentes perspectivas profesionales se debe luchar porque cada ser humano tenga acceso a todo aquello que su dignidad como persona le hace merecedor.
Con el transcurso del tiempo y con algo de experiencia, al finalizar la década de los ochenta, gracias a uno de mis amigos, resulté trabajando en una academia militar. Las condiciones allí eran muy diferentes y tuve la oportunidad de conocer a fondo otro sector de nuestra sociedad. Una clase media que hace todo lo que se requiera para obtener un ascenso en la estratificación social a costa de grandes sacrificios. Dicho aprendizaje me proporcionó un gran bagaje que siempre he utilizado de la mejor manera con algunos de mis estudiantes.
Finalmente, gracias a mi gran amigo Carlos Bernal, iniciando la década de los noventa, fui presentado al director del área de humanidades de la Universidad Santo Tomás, el doctor José Antonio Suárez, hombre probo y bonachón quien hizo una rápida lectura de mi manera de ser y de actuar de modo tal que en una corta entrevista quedé contratado en la planta docente del claustro universitario más antiguo del país, como profesor de cátedra.
La primera prueba no pudo ser más intensa porque no había cómo. Me asignaron una clase de epistemología para unos setenta estudiantes de contaduría, la cual debía ser dictada los viernes de ocho a diez de la noche. En su gran mayoría eran empleados de grandes compañías, jóvenes vitales, mañosos y excelentes tomadores de pelo. Cuando entré al salón no podía creerlo, me sentí minimizado en todas mis posibilidades como docente, les confieso que pensé que hasta ahí había llegado mi carrera como profesor universitario. En medio de aquella circunstancia recordé una enseñanza de mi madre: “Hijo, en algunas ocasiones de la vida hay que hacer de tripas corazón”, y con ese grato recuerdo me lancé a conquistar mi vida profesional.
Tuve que desempeñarme a fondo para llevarles el mensaje de la ciencia y el conocimiento. Clase entre clase fui aprendiendo que el profesor debe ser teatrero, sacerdote, policía, juez y hasta payaso, cuando fuere necesario, con tal de tener el suficiente poder para cautivar la atención y el interés de los estudiantes. Son aquellos secretos de la vida profesional de un maestro que solo se adquieren con una práctica fundamentada en la interacción con sus estudiantes.
Al siguiente semestre mi asignación fue de medio tiempo, lo que significaba que había pasado la prueba y que debía asumir mayores responsabilidades. Las nuevas materias y otros estudiantes se fueron convirtiendo en pan de cada día, en la razón de ser de alguien que siempre está pensando cómo transmitir los distintos mensajes de la ciencia y la cultura. Fueron noches enteras preparando clases, diseñando estrategias, elaborando discursos, siempre pensando en los estudiantes con la plena conciencia de que se está aportando al desarrollo del país, razón por la cual todo lo que se haga debe hacerse de la mejor manera posible.
Terminado el semestre fui nombrado profesor de tiempo completo. De acuerdo con todo lo que he tenido que vivir a lo largo de mis bastantes años, yo creo que ese ha sido mi mayor logro profesional. Fue el orgullo de pertenecer al cuerpo docente de mi alma mater. Fue encontrar reconocimiento a mi realización profesional, desde aquel día hasta hoy digo con orgullo que soy docente de la Universidad Santo Tomás. Lo más importante era cumplir con las responsabilidades, con la debida seriedad y compromiso institucional, lo que se logró a cabalidad.
Fueron días de arduo trabajo y de recepción de más responsabilidades, lo que me habilitó para ser nombrado coordinador del área de humanidades en la Facultad de Economía. Tener la oportunidad de relacionarme con personas de las ciencias económicas y contables me permitió comprender mejor la situación real del país, ya que pude advertir las falencias del desarrollo. En el fondo, mi estadía en aquella facultad me enseñó lo difícil que era satisfacer las necesidades de todo un pueblo bajo la premisa de que los recursos son escasos. Vaya que sí aprendí con estos colegas y sus estudiantes.
Con el transcurso del tiempo reuní méritos para ser nombrado como coordinador del área de humanidades de la Universidad Santo Tomás. Las luchas, las discusiones, los debates y, en general, la apropiación seria del mundo académico habían dado sus mejores frutos, se trataba de colaborar con la institución en la consolidación del área que se ocupaba de las humanidades, ofreciendo un servicio transversal para toda la universidad. La tarea se llevó a cabo de la mejor manera posible, fueron días de ardua labor, pero siempre acompañados de la felicidad y del aprecio de todos los sectores de la universidad.
Luego del logro anterior, a mediados de la década del noventa, oficiando como rector de la universidad el padre Jaime de Jesús Valencia García, O. P., tuvo a bien nombrarme secretario de la Facultad de Psicología. Por supuesto que el cambio fue radical, de los recursos escasos de la Facultad de Economía al análisis, interpretación y solución de los problemas del comportamiento humano siempre hubo una gran diferencia, sobre todo a la hora del debate. Las hermosas señoritas de la Facultad estaban muy bien entrenadas para plantear desacuerdos, para generar contradicciones. Qué bueno que un profesor encuentre lugares en los que surge la argumentación sin mayor dificultad, lugares en los que se puede llevar la contraria y se pueden manejar conceptos antagónicos a los propuestos por la autoridad de la clase. Allí es donde está la verdadera esencia del conocimiento, la verdadera función de la universidad como lugar privilegiado para construir el conocimiento. Además, el cuerpo docente de la Facultad en aquella época siempre se destacó por su madurez intelectual y por sus aportes a la psicología en el orden nacional. Trabajando conjuntamente con el Dr. Javier Giraldo Jaramillo contribuimos a poner en alto el prestigio de la facultad, ganando reconocimientos nacionales e internacionales.
El paso siguiente la verdad no me lo esperaba; se dio cuando iniciaba el tercer milenio, fui llamado por la alta dirección de la universidad para ocupar el cargo de decano de la Facultad de Educación. No puedo decir que fue un tiempo de ganancia y regocijo. Todo lo contrario, en aquel cargo tuve la oportunidad de conocer la ruindad que puede acompañar el alma humana. Lo primero que salió a relucir fue la envidia. Algunos colegas muy próximos en nuestra relación laboral no pudieron soportar mi nombramiento, y desde distintos lugares de trabajo dejaron destilar un terrible veneno que lo único que pretendía era mi perdición. La competencia desleal de los pares, quienes en lugar de ocuparse de lo suyo, hicieron todo lo posible por demostrar que mi forma de ser y de actuar no era la correcta. El desconocimiento y la incomprensión de ciertos directivos quienes no estuvieron a la altura de su cargo. Eso y muchas cosas más que no voy a relatar ahora fueron sus ocupaciones en aquella época.
Finalmente concluí que eran personas especializadas en esquilmar a los trabajadores de la educación pero que nunca entendieron la universidad como el sagrado lugar en que se construye el conocimiento. ¡Qué pobreza! Salí realmente apaleado y vituperado de aquel cargo que significó mi destitución de la universidad.
A pesar de haber encontrado un buen trabajo, un enorme sentimiento de tristeza por estar alejado del alma mater ocupó mis días y mis pensamientos. A pesar de una buena interacción social en los distintos lugares donde me ocupé siempre tuve claro mi deseo de regresar. Por aquella época estaba de jefe del Departamento de Humanidades una persona de las más idóneas en cuanto al conocimiento de lo académico y en cuanto al manejo de personal, quien recibió con agrado las recomendaciones provenientes de varios colegas, especialmente las del Dr. Rafael Antolínez. El decano de la Facultad de Filosofía era el doctor Carlos Flores Márquez, a quien siempre recordaré con gratitud porque me dio la oportunidad de vincularme nuevamente al cuerpo docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Santo Tomás.
Tal vez lo único bueno de mi paso por la decanatura de la Facultad de Educación fue la comprensión de que mi interés jamás había estado empeñado en los cargos administrativos. Si en alguna ocasión estuve en ellos fue por mero accidente de la vida, ya que mi único interés siempre estuvo fincado en la docencia. De esa manera, en los últimos años he servido como profesor, procurando dar lo mejor de mí mismo a la institución que me formó, que me vio crecer y a la que tanto le debo.
El esfuerzo no ha sido en vano. Con el correr de los años la fortuna vuelve a sonreírme. En la ceremonia institucional de reconocimiento para docentes y administrativos 2020 el jurado seleccionó mi nombre para destacarme ante la comunidad académica por mi trabajo en la gestión docente. Al escuchar mi nombramiento me sentí muy feliz y reconocido por una labor de muchos años en los que lo único que he pretendido ha sido a servir de la mejor manera posible a nuestra alma mater.
Esta honrosa distinción me lleva a cuestionarme por el verdadero valor de mi labor educativa, en un país en el que la tristeza es el plato de desayuno para una buena cantidad de sus habitantes. Cada día que el sol asoma me pregunto por la validez de mi trabajo, por la incidencia que pueda tener en los procesos de enseñanza y aprendizaje de mis estudiantes. Generalmente termino dudando de lo que se puede hacer desde un aula de clase presencial o virtual. Siendo así, la tristeza, el desasosiego y la desesperanza me rodean y pretenden acabar con la poca energía que me queda.
Entonces me toca sacar fuerzas de donde no tengo para comprender que, a pesar de todas esas dificultades, la historia nos enseña que los buenos profesores han sido trascendentales en la transformación del pensamiento humano y en la formación certera de agentes de cambio social, constituyéndose necesarios en cualquier contexto y en diferentes coyunturas. Al tener esa comprensión me lleno de valor, me revisto de coraje y, cual Quijote de la Mancha, salgo de nuevo a emprender mi lucha con los molinos de viento. Son mis sueños y mis utopías los que me han permitido lograr esta honrosa distinción.
Por supuesto, toda esta narración no hubiera sido posible sin el concurso individual y colectivo de las distintas redes que pusieron su granito de arena para que la historia de mi vida se realizara de la mejor manera posible. Redes de docentes, redes administrativas, redes directivas, redes de todo tipo que incidieron de manera directa en mi realización profesional. Esta es la razón por la cual quiero agradecer el significativo acompañamiento de mis colegas. Mi vida profesional hubiera sido completamente diferente sin el reconocimiento profesional de la mayoría de mis compañeros, sin su comprensión y apoyo cuando más lo he necesitado. Siempre que lo he requerido ellos me han acompañado en mis procesos de aprendizaje y, por qué no decirlo, hasta en la satisfacción de mis necesidades básicas he recibido su ayuda. Cuando tuve hambre me dieron pan, y abrigo cuando tuve frío.
Por último, debo agradecer a la comunidad de los dominicos por haberme dado la oportunidad de realizarme tanto académica como profesionalmente. Gracias a su apoyo pude conformar una familia y proyectarme en la sociedad como un profesor que siempre ha sido querido y respetado. Vale la pena mencionar que la meritoria distinción que me otorgaron no está alejada de la tradición sino que se compacta con ella. Quiero decir que desde la fundación de nuestra universidad, primer claustro universitario de Colombia, fundada por la Orden de Predicadores el 13 de junio de 1580, ha habido siempre un cuerpo docente que ha sido el artífice para que la universidad permanezca hasta el día de hoy, con esta designación quiero honrar su memoria y, de esa manera, enaltecer el estandarte de la tradición, de una institución que ha sabido aportar a la construcción del conocimiento en nuestro medio.
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* Licenciado en Filosofía y Letras y magíster en Planeación Socioeconómica por la Universidad Santo Tomás. Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.
Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad del autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la Universidad Santo Tomás.
Revista Sol de Aquino. ISSN 2744-8487 (En línea) Número 20 (julio-diciembre de 2021)